14 de septiembre de 2013

Cesárea con tarjeta de embarque.

Tengo la manía de nacer sólo en 14.
Lo hice en noviembre del 92.
Y también aquel 14 de septiembre, veinte años después.



                    


El nudo crónico me desbordaba el estómago alcanzándome los lagrimales.
Con los pañuelos aún empapados de despedidas, con todas las dudas y sus miedos arañando las cremalleras de dos maletas, pero con ese paso acompasado e imperturbable de los suicidas sobre el mármol de la T4. Con ese código instintivo (sin lugar a dudas suicida también) que nos lleva a asomarnos al mundo por primera vez.


Me pilló desprevenida.
Como a todos, supongo.
Las expectativas no entienden de París.
A París nunca se le espera como al final resulta siendo.

Me llenó de precipicios las estanterías sin existencias.
Me empujó a todos y cada uno de ellos,
dejándome el aliento justo
para balbucear el guión de improvisaciones.
Y es que el Sena aprieta pero no ahoga.

Me vistió de primavera los inviernos
y escondió recortes de enero
en cada hache intercalada.

Suspendió la velocidad entre el humo de las colillas
que resistían el asalto de una penúltima calada,
que se desprendían de las tripas tras el aguijón.
Me cambió la Gare de Lyon por las afueras
para tomar la Bastilla de mis finales con oxígeno
y me firmó el epílogo de días que morían al amanecer.


Hoy, un año después.
Hoy, sigo cogiendo aire.
Hoy, que todos los latidos son los de después,

¿Después?

Después de París todo es un lánguido y torpe despertar.
La vida después de la vida.

Siempre ya, después.





A París, a pesar de su lluvia perpetua, de sus tenderos sórdidos y la de la grosería homérica de sus cocheros, había de recordarla siempre como la ciudad más hermosa del mundo, no porque en realidad lo fuera o no lo fuera, sino porque se quedó vinculada a la nostalgia de mis años más felices.


                                                          Gabriel García Márquez

No hay comentarios: